Esta columna fue escrita por Saúl Zúñiga, psicólogo de Psicoterapia Adultos. Escrito en respuesta complementaria al artículo «Crianza respetuosa: preocupación por capítulo de Mucho Gusto en que panelistas habrían avalado uso de golpes en la infancia», aprovechando de visibilizar también el Día Internacional de la lucha contra el maltrato infantil.
*ATENCIÓN: Este artículo contiene descripciones de material clínico que ha sido modificadas para proteger a sus protagonistas. La información personal (nombres, fechas, entre otros) ha sido modificada de manera responsable para responder a las exigencias éticas para ser publicadas.*
Durante esta semana tuve la oportunidad de leer el artículo que publicó El Mostrador (link) en el cuál Álvaro Pallamares (psicólogo infantil) y Jenny Bruna (periodista directora de Mamadre) se refieren al problema de la naturalización o normalización del maltrato y la violencia hacia los niños. Efectivamente es un tremendo problema en nuestro país cómo se reproduce la ideología de la violencia hacia el otro (sea quien sea) como forma de resolución de problemas y/o progreso. En el artículo se destaca un elemento que a mí personalmente me toca en calidad de terapeuta de adultos, y que en mis discretos años de ejercicio profesional he podido observar. A saber: las heridas que dejan ese tipo de experiencias, y cómo los adultos nos las tenemos que ver con ello. Jamás en todos estos años me ha tocado atender a una persona adulta que haya salido ileso de situaciones de violencia (padecida, presenciada, o hasta ejercida).
Se habla de la salud mental de los niños, y se suele olvidar un elemento que es dolorosamente obvio, la salud mental de los niños inevitablemente se convierte en la salud mental adulta. Si queremos que el Chile de mañana sea menos violento, más inclusivo, menos discriminador, más democrático, menos inhóspito, más saludable; necesitamos partir por mostrar y ser modelos de comportamiento y acercamiento a otros que sean coherentes con ese futuro.
El adagio popular repetido hasta el cansancio reza: “Los niños son el futuro”. Esta afirmación contiene el riesgo de ser malinterpretada dando a entender que los temas de la niñez pueden ser aplazados. El espíritu de la expresión es manifestar que los niños son ahora, y los niños de hoy serán los adultos del mañana, que a su vez tendrán a su cargo niños propios de su época, pero que si nos quedamos haciendo las cosas de la manera como estamos ese futuro se ve comprometido. Para que los “los niños sean el futuro”, tenemos que intervenir y hacer cambios ahora, no mañana. Ese es el problema de la naturalización (o normalización) de la violencia, nos deja donde mismo, no nos permite avanzar.
Todo tipo de comunicación cultural tiene influencia, y mientras a más personas llegue esa comunicación más potencial de impacto tiene. Les pido que recuerden los llamados que hacían psicólogos y médicos a los medios a evitar reproducir excesivamente imágenes traumáticas o morbosas durante la cobertura del terremoto del 27 de Febrero del 2010, o del ataque al World Trade Center en Nueva York el año 2001 (específicamente debido a reportes de angustia y “retraumatización” en los niños). Se sigue de esto que mientras más “popular” o “masivo” sea el medio, más responsabilidad tiene sobre la manera en cómo se formula lo que comunica. Yo no soy periodista ni comunicador, pero imagino que han de haber muchos que tendrán también algo que decir desde el lugar de la ética en los medios de comunicación.
Si de verdad queremos detener el círculo de la violencia, si de verdad queremos comprometernos con un Chile o un mundo mejor, tenemos que hacernos la idea de que tenemos que tratar a nuestros niños mejor que como nos trataron a nosotros; ese es el mínimo. Menos que eso ha de sernos inaceptable.
Como lo mencioné anteriormente este artículo me remeció lo suficiente como para recordar el caso de una persona que tuve la oportunidad de atender hace ya muchos años. Y que a propósito de esta discusión me gustaría traer a la luz. Nos referiremos a esta persona como Gabriel.
Gabriel es un hombre adulto que llega a consultar al psicólogo porque, en sus palabras, es su último recurso. Desde hace mucho tiempo que lleva consultando a una multitud de médicos y ha intentado gran cantidad de tratamientos más y menos agresivos. Tiene unos 40 años de edad, mide alrededor de 1,90 metros, con un sobrepeso con el cual ha batallado durante su vida con diversos niveles de éxito, ancho de espalda y de brazos, con una silueta intimidante pero una sonrisa muy cálida, es un tipo bastante simpático.
¿Su problema? En momentos de mayor estrés en la vida (laboral y personal) comienza a desarrollar una variedad de síntomas gástricos (del estómago); los más importantes son acidez, reflujo, flatulencias, y ataques de diarrea. La intensidad e impredictibilidad de estos síntomas le impiden hacer su vida cotidiana, y le provocan serios problemas para llegar a donde sea, el trabajo, salidas con amigos, familiares, etc. Se había puesto tan mal que había diseñado mapas que detallaban rutas de transporte y estrategias de huida por si sus síntomas lo atacaban en cualquier momento de su día a día.
Hasta entonces había probado varios tipos de tratamientos (médicos y alternativos) sin mucho éxito, hasta que llegó a un psiquiatra que le recetó fármacos y le recomendó hacer terapia. Ante esto por primera vez se hace la pregunta sobre si quizás sus malestares puedan ser de índole psicosomático (cuando lo psicológico impacta en lo físico). Me confiesa que nunca pensó en llegar a ver a un psicólogo pero que era su última opción, que si los medicamentos que le recetó su psiquiatra no le hubiesen funcionado levemente se habría rendido y hasta habría considerado el suicidio.
Para abreviar les puedo contar que trabajamos primero las angustias, temores y su necesidad de controlar demasiado; luego pasamos a trabajar la rabia contra la injusticia y la autoridad (periodo en el que dejó por ratos de ser tan simpático y agradable, pero le hizo bastante bien); pasó por un tiempo en el cual comenzó a comer mucho más (por atracones) cuando se sentía solo; y eventualmente hizo cambios en su vida que le beneficiaron mucho. Los más dignos de mencionar fueron: primero que cambió su ambiente de trabajo hostil y tomó una oportunidad laboral en la que se sentía más libre, con más espacio para desarrollarse; y segundo que decidió distanciarse un poco de los problemas de su familia de origen.
Para ese entonces la mayoría de los síntomas que lo habían llevado a consultar ya habían ido en retirada, pero cada cierto tiempo volvían con moderada intensidad. Un día ya entrado alrededor de un año en terapia, y recordando lo mal que lo pasaba con su jefatura anterior, tuvo un momento de mucha angustia y me dice cambiando el tono de voz: “Me acordé de algo…”
Era común que le costara ponerle palabras a lo que sentía, pero esta vez era distinto, era como si le fallara la capacidad de pensar en lo que estaba recordando. Lo que logró armar a duras penas fue una escena en particular de su infancia. Gabriel cuando era pequeño solía marearse en el transporte público. El recuerdo que apareció era de una ocasión en la que tenía muchas náuseas y ganas de ir al baño en la micro, era pequeño y su papá estaba muy enojado con él, ni siquiera podía recordar a qué se debía el enojo. En sus palabras era “un recuerdo que recordaba pero que no recordaba”, no recordaba que hubiese sido tan violento, recordaba sentirse mal en la micro, pero no recordaba los gritos ni la violencia de su padre. En años no había recordado que su padre lo trataba de “maricón” o lo gritoneaba cada vez que se sentía mal o se ponía a llorar. Recordaba a su padre como una persona irritable e intensa, pero no recordaba los arrebatos de ira. Estos duraron hasta avanzado su desarrollo adolescente, hasta que empezó a tener más cuerpo de hombre.
Luego de la aparición de esta escena pasaron varias sesiones en las que cada vez que hablaba de su padre se echaba a llorar, y frente a mí tenía yo a un hombre de 40 y tantos años de edad y 1,90m de altura llorando como lo habría hecho un niño; una vez a la semana.
Con el pasar de los meses sus síntomas gástricos comenzaron a disminuir, empezó a tener rabia, mucha rabia, y trabajamos un tiempo en convertir esa rabia en actividades productivas que fueran importantes para él.
La despedida fue extraña, porque un día llegó diciendo que había encontrado un nuevo trabajo pero fuera de Santiago, que me agradecía mucho porque sin mi ayuda no habría podido lograr todas las cosas que se había propuesto, y que si volvía a tener dificultades en la vida me contactaría.
¿Por qué me acordé de Gabriel, dentro de la gran diversidad de personas que he atendido (de las cuales no pocas han sido víctimas de violencia)? En particular porque es una de las que ilustran de mejor manera cómo la violencia se invisibiliza, al naturalizarla o normalizarla se hace invisible para la mente, y esto es especialmente cierto sobre los tipos de violencia que no solemos categorizar como violencia (en este caso son los gritos y las palabras dirigidas a menospreciar y humillar; en otros casos son los coscorrones, las patadas, “la ley del hielo”, los tirones de orejas, la exposición a la burla, etc.). Si se hacen “normales” estas experiencias pueden no quedar accesibles hasta que ciertas condiciones se cumplan y permitan hacerla aparecer (en este caso como un recuerdo más bien caótico y desordenado). La psicoterapia ayuda a proveer esas condiciones, pero no es la única forma.
Además el caso de Gabriel ilustra que este sufrimiento no desaparece, se esconde y resurge en otras formas. La violencia deja huellas, huellas profundas que muchas veces no somos capaces de desenterrar hasta que pasan muchas otras cosas, o mucho tiempo (en este caso también se superpuso la dificultad de que él tuvo que vérselas con estos dolores sin poder dirigírselos a quien correspondía debido a que su padre había fallecido hace ya varios años). Para Gabriel la ansiedad y los síntomas gástricos eran un recordatorio permanente del miedo que le tenía a este padre de su infancia. Lo menciono así debido a que en la adultez hizo las paces con el hombre en el que se había convertido su padre (se llevaban muy bien y se tenían cariño), mas no así con la persona que había sido para él como niño pequeño.
Como Gabriel hay muchos, lo refiere Álvaro Pallamares y miles de colegas psicoterapeutas podemos estar de acuerdo, de una u otra forma vamos por la vida reproduciendo las violencias de las que hemos sido víctimas; especialmente las que hemos normalizado. Cuando vemos la violencia como algo normal, como algo esperable, como algo “que pasa”, ese mismo discurso es el que nos ciega a las posibilidades de intervenirla y ponerle freno. Esto es cierto para todo tipo de violencia: contra los niños, contra las mujeres, violencia política, etc… Cuando vemos a la violencia como algo evitable, como algo reprochable, como algo problemático, es ahí recién cuando podemos iniciar las primeras acciones para evitarla; y cambiarnos a nosotros mismos y a nuestro entorno.
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Si te parece interesante este artículo sobre violencia e infancia, también te recomendamos leer “Agresiones sexuales, problemática actual más allá de la infancia” que escribió Carol Galleguillos.
Chuta, que miedo esto de verme identificada con episodios como lo que describes…como nos educaron y estamos haciendolo.
Para ver boletines o lectura… Soy de Pto. Vqras.
no podría encontrar mejor artículo que este. Es tan impactante al nivel que cualquier persona podría abrir episodios de su vida que quizás nunca los haya considerado como importantes para su vida. Me gustaría poder comunicarme con usted para ver si hay una posibilidad de articularle unas preguntas para apoyar mi informe de un paper.